La Madurez

Dar a las cosas la importancia que tienen

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  1. *Canela*
     
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    LA MADUREZ
    Dar a las cosas
    la importancia que tienen

    Miguel-Ángel Martí García

    Apertura a los demás.

    En nuestra relación con los demás también se manifiesta la madurez. De formas diversas y sin damos cuenta nos damos a conocer. Sólo es necesario un atento observador para sacar las conclusiones pertinentes. Quizá lo que falten sean atentos observadores para saber a quién tenemos delante. La sociabilidad presupone el ejercicio de las virtudes que la madurez tiene. La complejidad del tejido social exige una coherencia entre aquellos valores que lo componen. Para que nuestras relaciones sociales sean buenas deben estar presididas por un conjunto de características que permitan una buena convivencia. A menudo algunas de estas características no se dan y entonces se produce un grave deterioro en citrato con los demás. Así se explica por qué con tanta frecuencia las conductas sociales derivan en rupturas, en experiencias negativas. La apertura a los otros, para ser exitosa, presupone una madurez que aglutine los requisitos necesarios para hacer amable la vida de relación. La apertura a los demás no puede hacerse de cualquier manera, exige ante todo una exquisita prudencia, sin ella es muy fácil herir la sensibilidad ajena. La prudencia es imprescindible en todo tipo de relaciones humanas. Tal vez hoy esta virtud no esté muy presente en las reflexiones que se hacen entorno a la conducta humana, pero aunque sea así hemos de afirmar que es absolutamente necesaria; sin ella la convivencia humana se hace inviable. La espontaneidad si no está matizada por la prudencia deviene en fracaso. El hombre y la mujer maduros son siempre prudentes. La aparente contradicción entre prudencia y espontaneidad hay que resolverla inteligentemente. El modo de alcanzar tan elegante solución es un arte fruto de la delicadeza humana. El hombre maduro sabe encontrar la forma de llevar con éxito la compleja tarea de relacionarse con los demás. Quien no ha alcanzado la madurez difícilmente consigue superar los inconvenientes que todo trato con los otros lleva consigo. Las riñas, los enfados, las separaciones —suponiendo que algunas veces sean necesarios— serian más escasos si hubieran menos personas inmaduras. No es normal el tono de crispación que preside tantos ambientes. La madurez de las personas es, sin duda, el medio más eficaz, para no convertir un accidente en una tragedia, para hacer más tolerante y solidaria la vida de relación. Hay en algunos una tendencia a dramatizar el menor roce con los otros.
     
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  2. *Canela*
     
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    PRIMERA PARTE.

    Dimensión intrapersonal de la madurez.


    La autocrítica.

    Somos, fundamentalmente, nosotros mismos quienes hemos de corregir nuestros errores. Las indicaciones que nos vienen de fuera de algún modo nos son un poco ajenas, por lo menos hasta que las hacemos propias. Pero en un primer lugar debemos admitir que la equivocación es posible en nosotros. A nivel teórico es fácil admitir esta posibilidad porque ninguno nos consideramos perfectos. La dificultad viene cuando hemos de reconocer que una determinada actitud nuestra es equivocada. Si no existe un espíritu de cierta desconfianza sobre la propia persona no es posible que nazca la autocrítica, y sin ésta no hay cabida a la corrección. La autocrítica no surge de un deseo intrapunitivo, sino de la misma complejidad de las relaciones humanas. Tenemos muchos obstáculos que nos pueden inducir al error: la precipitación, las presuposiciones, el juicio de intenciones, las proyecciones personales, el mal humor, las falsas apariencias, los prejuicios, las descalificaciones generales, la prepotencia personal. Sólo una prudencia exquisita puede eludir estos múltiples inconvenientes que se interponen entre nosotros y los demás. Y es precisamente esta prudencia la que nos induce a la autocrítica, que yo calificaría de desconfianza inteligente sobre la propia conducta. Nuestro comportamiento con los demás es correcto cuando pasa a través de la verdad y el bien, pero existe en ocasiones una auténtica dificultad para comportarse de este modo si nuestras disposiciones morales no son buenas y nuestra inteligencia no discierne con claridad cuál es el buen criterio a seguir. La autocrítica nace de una exigencia de la razón, que al no ser omnisciente corre el riesgo de equivocarse, y de hecho según atestigua nuestra experiencia— se equivoca. Por eso instalarse a priori en la verdad es un imposible. De lo cual se deduce que estamos expuestos a las equivocaciones, que si son reiteradas pueden constituir un lado malo de nuestra personalidad, con el que podemos convivir toda nuestra vida o, por el contrario, en algún momento llevados fundamentalmente por nuestra autocrítica, erradicarlo. El ver los defectos de los demás —esto nos es muy fácil— se puede convertir en una oportunidad de reflexión para analizar si en nuestra conducta se dan también. Los otros nos pueden enseñar tanto cuando obran bien (para imitarles) como cuando se comportan mal (para no caer en el mismo error). Desconfianza, pues, en uno mismo y capacidad de análisis. Sin una reflexión sobre la propia vida y la ajena no es factible consolidarse en un buen comportamiento. Pero tal vez el término reflexión no tenga en la actualidad mucho prestigio, donde sobre todo se valora la operatividad. La Filosofía, desgraciadamente, ha dejado de formar parte de nuestra cultura, y con ella el talante socrático de búsqueda de la verdad.

     
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  3. *Canela*
     
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    Desencuentros

    No siempre es fácil que la vida discurra de acuerdo con nuestro pensamiento. Una cosa es lo que deseamos y otra distinta lo que acontece. Suponer que todo y todos se van a comportar como nosotros imaginamos es en el mejor de los casos una puerilidad. Quien no es consciente de que las contradicciones son uno de los elementos componentes de nuestra biografía, caerá constantemente en el desconcierto. El suponer que las cosas van a ocurrir de una determinada manera no implica que de hecho vayan a suceder así. Hay que contar siempre con la posibilidad de no poder cumplir nuestro deseo, sin que esto suponga ningún descalabro emocional. Esta reflexión nuestra parece sencilla y clara, sin embargo, cuando las cosas no acontecen como nosotros queremos, con facilidad surge el desconcierto. Una persona madura tiene la suficiente capacidad de reacción para sobreponerse con rapidez cuando en su horizonte existencial aparece la contradicción. Y no cae —y menos por sistema— en la queja, que tanto daño nos hace. La madurez presupone saber distinguir muy bien entre el mundo de los deseos y el mundo de la realidad. El hombre maduro es un buen conocedor de la realidad tanto ajena como personal. Esto no supone de modo alguno que la persona madura no tenga ilusiones. Las puede tener, pero sabiendo que las ilusiones no se identifican automáticamente con la realidad. Debe existir en nosotros una moderada desconfianza de poder hacer realidad todos nuestros proyectos, lo cual no implica que no pongamos todos los medios a nuestro alcance —incluida la ilusión— para obtenerlos, pero debemos contar con que hay cosas que no dependen de nosotros y ante las cuales difícilmente podemos hacer algo. Las falsas expectativas no deberían producirse con la frecuencia con que se dan. Es una señal clara de inmadurez presuponer que todos nuestros deseos se alcanzarán con facilidad. Ser consciente de esto no es una invitación al pesimismo. Seria entonces peor el remedio que la enfermedad. Parece como si necesariamente debiéramos colocamos en una postura extrema. Y la madurez, que no desencanto, consiste en esperar de la vida lo que ésta puede dar. A los niños les está permitido que sus sueños sean desorbitados, pero una persona que dejó atrás la infancia y la juventud debe haber aprendido a tomarle medida a la vida. Alejarse de esta postura supone una fuente de sorpresas negativas cuya razón de ser sólo se encuentra en nosotros. Ya es bastante complicada nuestra existencia para que todavía le añadamos dificultades innecesarias. Deberíamos procurar que nuestro modo de proceder no aportara más elementos desestabilizadores a nuestra conducta y a la convivencia. Atenerse sabiamente a la realidad es, sin lugar a dudas, un principio de sabiduría. Los excesos, también en las aspiraciones, son malos. Tal vez hoy a los hombres se nos pida más de lo que podemos dar, no nos quejemos luego de las consecuencias.
     
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  4. *Canela*
     
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    Solidaridad.

    La apertura sincera y solidaria a los demás es propia de las personas que han alcanzado la madurez. Diseñar nuestra propia vida sin tener en cuenta la ayuda humanitaria a los demás es muestra clara de inmadurez. El hombre y la mujer no pueden alcanzar el desarrollo pleno de su personalidad sin un serio compromiso con sus semejantes. Se trata realmente de una opción a la que todos estamos llamados si queremos ser verdaderos hombres y mujeres. El individualismo es contrario a la condición humana, y por eso la empobrece hasta lo indecible. Son abundantes las excusas que a muchas personas se les interponen para no hacer de la actitud solidaria un rasgo definitorio de su forma de ser. Los prejuicios y una acusada tendencia al egoísmo son las causas más frecuentes para que no arraigue la solidaridad en muchas personas. Aunque también es verdad que cada vez hay una sensibilidad mayor para sentir como propio el dolor ajeno. Sin duda los medios de comunicación han contribuido en gran manera a ello. Las guerras pasadas han dejado en la humanidad una triste huella en los hombres y mujeres de hoy, que de alguna manera se sienten llamados a reparar tanta locura. Ser solidario es algo más que echar una mano a otro, es entender la vida en comunión con los demás. Las personas inmaduras anteponen sus intereses personales a los generales. Están tan confundidas con sus problemas que se desinteresan de lo ajeno. Carecen de la capacidad de trascender el propio ámbito para ocuparse de algo que no suponga una recompensa inmediata. Para ser verdaderamente solidario con la humanidad hace falta un espíritu grande y un corazón que sienta todos los problemas de los hombres como si fueran propios. El individualismo y el nacionalismo se oponen a esta concepción universal del mundo. Y no digamos nada del racismo. Esa predilección exacerbada por lo que nos es familiar y cercano termina por distorsionar la mirada ante lo que se nos presenta lejano. Una de las mayores grandezas del hombre es sentirse solidario de todos sus hermanos los hombres. Quien no tiene una predisposición natural a preocuparse por todos se puede decir que ha equivocado su filosofía de la vida. Nada hay más importante en el mundo para el hombre que otro hombre, todo lo demás queda relegado a un segundo plano. La persona madura lo sabe y por eso actúa en consecuencia y acude siempre en ayuda del otro (necesitado) sin ampararse en falsas excusas que le tranquilicen la conciencia. Sin sensibilidad social, sin una verdadera inquietud por ser el consuelo de los más débiles es muy difícil que arraigue en nosotros el espíritu de solidaridad.
     
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  5. *Canela*
     
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    Agresividad.

    Nuestra apertura a los demás puede hacerse en términos equivocados. Es más, hace falta mucha delicadeza y acierto para que no sea así. Existe, efectivamente, en nosotros una cierta predisposición a la agresividad. No olvidemos que la ironía es una de sus manifestaciones, y el mundo está lleno de irónicos. Seria una equivocación identificar agresividad con violencia física. La agresividad que aquí estamos haciendo mención se refiere a la verbal en sus múltiples y sofisticadas manifestaciones. Las personas maduras al ser más tolerantes y más seguras de sí mismas están menos avocadas a sentirse ofendidas por los demás y, por tanto, a contestar con los mismos términos. De todas formas son muchos los factores causantes de estas agresiones más frecuentes de lo que seria de desear. Es verdad que toda relación humana es o puede ser problemática. Todas las personas tenemos un lado frágil por el que nos podemos romper con facilidad, y esta fragilidad nos hace muy vulnerables cuando salimos al encuentro de los otros. En cualquier conversación se pueden hacer presentes referencias personales que, de no estar presididas por un espíritu de tolerancia, tal vez deriven en pequeños enfrentamientos verbales. Para vivir en paz con los demás es necesario el criterio de no querer imponer a los otros nuestras preferencias personales. La agresividad nace muchas veces de la imposición indebida de planteamientos ajenos que a nosotros nos son extraños. Hay una tendencia exagerada en proyectarse en los demás, olvidando que los gustos de los otros son distintos. Y es que no terminamos de convencernos de la pluralidad que encierra el ser humano. El hombre y la mujer maduros son más conscientes a la hora de respetar la diversidad ajena, están menos predispuestos a hacer proyección en los demás de sus propios criterios). Para algunas personas es una verdadera obsesión el ir imponiendo en los otros sus propios gustos, siendo necesario en ocasiones defenderse de la agresividad con que intentan conseguir su objetivo. Sin tolerancia es muy difícil erradicar las actitudes agresivas. Es cuestión de convencimiento. Hay quienes no acaban de convencerse de la diferencia existente entre los hombres y las mujeres, y por eso se estrellan una y otra vez cuando los demás no responden como ellos esperaban. Para que entre los seres humanos no haya agresividad es necesario partir desde una situación correcta. Desde siempre se ha querido ver en la uniformidad el criterio a conseguir. Se crean modelos de personas ideales y se procura que todos los sigan, de ahí tanta violencia por aquellos que no están dispuestos a renunciar a sí mismos y dejarse troquelar por moldes que les son extraños. Fidelidad a la propia realidad y respeto a la ajena son dos buenos criterios para erradicar la agresividad.

     
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  6. *Canela*
     
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    Aspiraciones.

    Esta sociedad nuestra —a la que tantas veces aceptamos acríticamente— se manifiesta muy exigente a la hora de pedimos cosas. Si es malo no tener aspiraciones también lo es no encontrar nunca techo en lo que se desea. No siempre el adverbio más es el que nos conviene. La ambición incluso a nivel de curriculum— es un vicio. Saber conformarse con lo que se posee, no es una actitud propia de los débiles, sino de los prudentes. Disfrutar pacíficamente de lo alcanzado es no lo olvidemos— saber explotar el éxito. Y este disfrute pocos lo saborean, porque cuando vienen a darse cuenta ya es tarde. Parte de esta búsqueda de llegar a más viene dada por un excesivo amor al dinero y por la elección de una vida desmesuradamente activa. Estas dos actitudes son difíciles de erradicar. La primera, porque el nivel de nuestras necesidades es cada vez mayor; y la segunda, porque en la espiral de la acción el hombre parece olvidarse de lo que más le duele: sus problemas. Aspirar a más es, pues, una huida hacia adelante de donde difícilmente se puede escapar. Aquí reside —a mi modo de ver— la explicación sobre este tipo de vida —agobiante vida— donde el hombre queda relegado en aras a un brillante curriculum y al éxito profesional. Como nos descuidemos, la catadura moral de las personas no será el valor primero a tener presente, sino su cuenta bancaria o el número de masters realizados en el extranjero. No es bueno para alcanzar la madurez humana ponerse como objetivos aspiraciones excesivamente ambiciosas; porque entre otras cosas nos exponemos a sufrir frustraciones innecesarias. El perfecto desarrollo de la personalidad debe estar sujeto a un control, a unas medidas de prudencia y a huir de todo exceso indebido, cuyas malas consecuencias son a veces irreversibles. Deberíamos aprender que las personas no son objetos clasificables por lo que tienen (incluso de inteligencia), sino que el ser persona es el valor por antonomasia. Yo estoy de acuerdo en que hay que ser algo en la vida, pero también debemos considerar a qué precio. Hoy los planes de estudio se dilatan cada vez más y a los ya establecidos se añaden otros para postgraduados, además de especializaciones y puestas al día, más conocimientos complementarios de idiomas, informática, etc.: ¿no parece esta carrera de conocimientos un poco desproporcionada para los años de vida del hombre? Habría que inventar la forma de poner fin a esta escalada desaforada hacia el éxito profesional (y hacia el dinero). Los días y la vida del hombre tienen un límite a partir del cual no es posible un desarrollo armónico de la personalidad.
     
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  7. *Canela*
     
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    Autoestima.

    Quien debido a su madurez se estima a sí mismo, no necesita de grandes títulos para concederse el respeto que se merece. Es la madurez la que otorga a la persona el pondus necesario para la autoestima. Situar fuera del núcleo del hombre el punto de referencia de la autoestima es, no cabe duda, una equivocación. No por más títulos se es mejor persona. De igual manera que no por más joyas se es más elegante. La elegancia y el propio reconocimiento personal nacen del interior, no son algo advenedizo a nuestro yo. Estamos de acuerdo que lo extrínseco, lo adquirido, puede reafirmar, confirmar —e incluso aumentar esa conciencia de nuestra autoestima, pero ésta necesita un substrato previo: la madurez. Sin madurez no hay autoestima, por muy grandes que sean los éxitos que se alcancen. Y es que afirmar madurez es decir muchas cosas: realismo, moderación, equilibrio, objetividad, serenidad, prudencia, responsabilidad, capacidad de análisis, reflexión, espíritu crítico, control emotivo, nivel bajo de frustración, capacidad de decisión, seguridad, desapasionamiento; en una palabra, personalidad madura. Se toma una actitud sectaria cuando se identifica personalidad con prestigio profesional. A poco que se considere este deduccionismo, se llega a la conclusión de que está totalmente injustificado. La madurez abarca a más aspectos de la persona que el estrictamente laboral. Desde luego que una persona madura realiza su trabajo bien, pero existen otros ámbitos en donde se manifiesta la madurez. Hay que conseguir no identificar autoestima con éxito profesional. No es justo pues, hacer depender la propia valoración personal en función de las metas alcanzadas en la profesión. En lugar de preguntar con tanta frecuencia: ¿qué es?, debiéramos dirigir nuestra interrogación a: ¿quién es? Es en esta dirección donde apunta nuestra reflexión sobre la autoestima. No es inútil recordarnos el carácter único e irrepetible de cada hombre. Sin esta concienciación no se entiende la dignidad del ser humano. En cambio, cuando hay un auténtico convencimiento de esta realidad se hace más fácil la autoestima y la estima ajena. En torno al hombre existe una frivolidad imperdonable. Es bochornoso que las personas estén sometidas a tantas clasificaciones innecesarias. Por eso es tan fácil encontrarse con mucha gente sin autoestima o con una autoestima muy baja. Si lo que se valora es el tener (títulos, apellidos, dinero, etc.), no es de extrañar que haya quienes al no tener casi nada sientan una autovaloración muy escasa. El criterio de valoración de la sociedad actual está sin duda equivocado. Únicamente los fuertes, los privilegiados pueden sobrevivir en este mundo donde el tener y la valía personal son equiparados. Se tiene mucho porque se vale mucho, y se vale mucho porque se tiene mucho: ésta es la trayectoria que con excesiva ligereza recorremos en el enjuiciamiento de los seres humanos. Salirse de ella y atenerse a una axiología distinta es esencial si queremos situarnos en el ámbito de la verdad. A veces pienso que son excesivos los prejuicios —cargas negativas— que sobre el hombre heredamos de las generaciones anteriores. Se hace necesario volver a descubrir el valor que lleva implícito el ser humano, por el simple hecho de serlo. Sólo los jóvenes parecen estar capacitados para descubrir en él tu otro yo, haciendo caso omiso a esas historias con que las personas adultas disfrazan a sus semejantes. Reivindicar la autoestima es apostar por la alegría que supone ser hombre o lo que es lo mismo recuperar la inocencia.

     
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  8. DELFIX
     
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    "exquisita prudencia" y "recuperar la inocencia" No digo que sean opuestas pero si que es muy dificil casarlas, soy inocente y muy prudente pero mostrarme tal cual soy me parece un suicidio. Y una relación oscurecida por el miedo y la vergúenza más que una relación de un matrimonio es un incesto, se dice asi?
    Se que el miedo es mal consejero pero ¿como se evita el miedo sin evitar la prudencia?
     
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  9. *Ona*
     
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    Hola Canela, me voy leyendo todos los textos y me gustan mucho, me he dado cuenta de muchas cosas...Te agradecería que no dejaras de ir añadiendo....Gracias y un saludo! :)
     
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  10. *Canela*
     
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    Gracias a tí, Ona.
    Son 52 capitulitos a cada cual más interesante.
    Mi intención es publicarlos en su totalidad uno a uno, para poder leerlos con detenimiento.

    Yo los tengo impresos, y de vez en cuando los vuelvo a releer según las circunstancias para recordar y reafirmar.

    Un saludito, :)
    Canela.
     
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  11. *Canela*
     
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    Respeto a los demás.

    Es algo que se da por supuesto, pero que exceptuando unas cuantas normas protocolarias raras veces se tiene, porque falta el convencimiento de la grandeza que toda persona posee por el mero hecho de serlo. Todos corremos el riesgo de instrumentalizar de forma inconsciente a las personas con las que nos relacionamos. Y es necesario, por tanto, recuperar el sentido originario que el ser hombre y mujer comportan. El hombre maduro está más predispuesto a reconocer la dignidad de cualquier ser humano, porque es más capaz de trascender aquellas cosas que impiden ver el verdadero rostro de una persona. Para que nuestras relaciones sean humanas deben partir necesariamente del reconocimiento que los otros por ser personas nos merecen. Desde la prepotencia —sea del tipo que sea— es imposible mantener un vínculo de igualdad. En cambio, un talante democrático facilita en gran manera el trato respetuoso entre las personas. Las imposiciones por muy justificadas que parezcan estar no favorecen para nada una filosofía de la vida del respeto mutuo. Los planteamientos demagógicos no sirven, desde luego, para que los hombres se entiendan. Hay que renunciar efectivamente a cualquier manifestación de prepotencia que pueda desequilibrar el respeto que debe presidir el trato humano. Me temo que el respeto que se practicaba en épocas pasadas no estaba tan dirigido a las personas como a la autoridad que algunas ostentaban, porque sino no se explican ciertos comportamientos tan habituales en aquellos tiempos. Se puede hablar mucho de respeto y no haber calado en la extensión y la profundidad que este concepto lleva consigo. Una característica del hombre y la mujer maduros es percatarse de la singularidad de cada persona y, por tanto, del respeto que merece. Las personalidades inmaduras ponen su foco de atención en lo que las personas tienen, por eso no respetan a los que carecen de todo o casi todo. Todo lo que sea reflexionar sobre la grandeza del ser humano es una verdadera conquista. Nada engrandece tanto nuestra vida como unas relaciones humanas presididas por el respeto. Y ahora que han desaparecido en su mayoría los gestos protocolarios, se hace todavía más sugerente y atractiva la actitud de aceptación al otro en su diversidad. Con estos presupuestos es difícil que en el trato con los demás afloren la agresividad y las descalificaciones. Insistir en que los demás son diferentes a nosotros no es una obsesión patológica, es una necesidad para situar la realidad en sus verdaderos términos. La pedagogía del igualitarismo es una gran equivocación.

     
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  12. *Canela*
     
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    Aceptarse.

    Para alguien podría parecer inútil hablar del hombre en términos de aceptación. Nunca es prudente dar por supuesto nada y menos en una analítica existencial. Aceptarse supone el conocerse, y asumir sin dramatismos la propia realidad. Al hombre le es fácil idealizar su valía personal, e incluso es frecuente que en momentos depresivos se infravalore, a veces hipócritamente. Lo que verdaderamente es difícil —no lo consiguen todos— es tener un conocimiento realista de su persona y aceptarlo. El aforismo griego «conócete a ti mismo» sigue siendo una asignatura pendiente para muchos, y no digamos nada una vez conocido aceptarse. Por eso es tan difícil alcanzar la madurez humana. Si no partimos del hecho de la aceptación personal, de un atenerse sobriamente a lo que uno es, no hay modo de que nuestra comunicación con nosotros mismos y con los demás sea madura. Aceptarse no supone una valoración a la baja de nuestro yo, también implica el reconocimiento de nuestras propias capacidades y la seguridad de su desarrollo. Pero para llegar a esta justeza entre lo que realmente yo soy y lo que pienso de mí, hay un largo recorrido si no de equivocaciones (que en muchas ocasiones sí), al menos de correcciones. Generalmente nuestro proyecto personal no se realiza a golpes de evidencias, sino de tanteos, de aproximaciones. No llegamos al conocimiento de nuestra propia realidad con la diafaneidad de las ideas claras y distintas de Descartes. Se trata más bien de un proceso de la búsqueda de interrogantes y de rectificaciones. Y en este largo camino es frecuente desorientarse con ensoñaciones que no tienen fundamento en la realidad. Si las ilusiones no coinciden con las capacidades, el conocimiento del propio proyecto personal se dificulta en gran manera. En un primer momento, hay un forcejeo para hacer coincidir ilusiones y capacidades, y al no conseguirse surge como consecuencia el desconcierto, del cual cuesta salir porque no hay otro punto de referencia a donde dirigirse. Este desencuentro únicamente puede superarse con la aceptación de la propia realidad, lo cual supone alcanzar la madurez. Aceptarse cuesta, porque cuando se es joven con frecuencia se valoran más las deficiencias (incluso físicas) que las virtualidades. Sólo el tiempo nos ayuda a entendernos y a descifrar en parte ese gran misterio en que se resuelve nuestra personalidad. En términos absolutos no puede hablarse de un joven maduro, porque todavía no ha tenido el tiempo suficiente para descifrar el lenguaje con que está escrita su vida. Eso no implica que en términos relativos hablemos de jóvenes maduros o hasta de niños maduros. Dentro de la Pedagogía debiera hacerse más hincapié en la propia aceptación. También los padres deberían ser más sensibles a este tema y restar importancia a la moral paradigmática que, a mi modo de ver, tiene una eficacia muy relativa.
     
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  13. *Canela*
     
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    El diálogo.

    El que se considera poseído de la verdad. difícilmente podrá ver en el diálogo un camino de encuentro con los otros hombres. Desde los primeros filósofos griegos se consideró el diálogo como un método de acercamiento a la verdad. Platón en sus Diálogos nos da una lección magistral de cómo la razón a través de la palabra puede alumbrar la verdad en las cuestiones más diversas que hacen referencia al horizonte humano. La autoestima no está reñida con la valoración positiva de la opinión de los demás. Si a esto se añade que las cuestiones son complejas y necesitan ser contempladas desde distintos puntos de vista, se comprenderá que el diálogo puede arrojar mucha luz a quienes acuden a él con las debidas disposiciones. Una persona dialogante es aquella que no se aferra infantilmente a sus opiniones y confía también en la inteligencia de sus semejantes. Una persona dialogante es una persona madura (y en muchas ocasiones culta, porque es precisamente la cultura la que más nos aleja de las actitudes prepotentes y autosuficientes). No dialoga quien no escucha y atiende a las razones del otro. Muchos diálogos en realidad son monólogos paralelos. Es necesario tener una vocación al diálogo para que éste pueda darse. Desde el verdadero respeto a quienes son nuestros interlocutores es posible tomar las opiniones ajenas en seno. Son numerosas las personas que se otorgan a sí mismas el privilegio de no prestar atención a lo que se les dice, sin considerar la posibilidad de que ellas puedan estar equivocadas o tener una información incompleta del tema que se esté tratando. En el fondo es una cuestión de desconfianza intelectual frente a los demás (a los que se les considera inferiores a uno mismo). Y la realidad es muy otra porque siempre podemos aprender de los otros. La realidad es tan plural que nadie puede agotarla desde la atalaya de su propio saber. Qué razón tenía Sócrates al afirmar que «sólo sé que no sé nada». Al diálogo se llega desde la ignorancia reconocida. Quien cree que lo sabe todo, no aprende nada. En cambio, quien aun sabiendo reconoce todavía su ignorancia está en condiciones óptimas para salir a la escucha de los demás. Podríamos decir que dialogar es una forma de vivir, más aún una filosofía de la vida. Afortunadamente el modelo de hombre y mujer autoritarios ha quedado arrinconado, el hombre de hoy es solidario, demócrata, amigo del consenso y partidario del diálogo. Un sentido más justo y más humano preside las actuales relaciones humanas. Profundizar en esta dirección vale la pena, porque es, sin duda, el camino acertado.

     
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  14. *Canela*
     
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    El diseño de la propia identidad.

    Para el hombre no es suficiente ser algo, le es necesario también tener conciencia clara de lo que es. Pero teniendo en cuenta que la persona es una estructura abierta, siempre hay en ella una búsqueda de identificación. Si el desarrollar nuestra personalidad de acuerdo con nuestras propias capacidades es una tarea ardua de conseguir, también presupone un esfuerzo ser plenamente conscientes de nuestra propia identidad. Corremos todos el riesgo de vivir nuestra vida como espectadores y no como verdaderos actores. La despersonalización y cierta alienación connatural a la vida moderna favorecen que muchas personas no se sientan protagonistas de su propia vida. Se vive demasiado aprisa y muy a la ligera, y esto no permite crear en el interior del hombre actitudes reflexivas que propicien tener una conciencia viva del propio yo. La filosofíaa del ser ha sido suplantada por la filosofía del hacer. Y aunque en el hacer (nuestro hacer) nos reconocemos, sólo es parcialmente y sin sentido de unidad. No es suficiente que nos identifiquemos con nuestra obra realizada, es necesario también remitirmos conscientemente al núcleo personal de nuestro yo, pero una vida vivida fragmentariamente es un verdadero obstáculo para alcanzar una conciencia reflexiva de la propia existencia. Se hace necesario, dadas las circunstancias actuales, reivindicar un ejercicio mayor del mundo de la reflexión. El hombre se puede distraer de todo menos de ser hombre. Si el pensamiento lo distingue de el resto de los animales, siguiendo a Aristóteles deberá también en la actualización del acto de pensar —de pensarse— alcanzar su mayor perfección. Frente al mundo del hacer, tan necesario e incluso realizador de la propia personalidad, debe erigirse el otro mundo del ser-pensando, sin una apropiación intelectual de nuestra existencia no es posible que nuestro yo adquiera entidad. Únicamente la reflexión es capaz de aunar lo que está disperso, de dar sentido a lo que no lo tiene. Es fundamental dirigir la mirada hacia uno mismo y preguntarse: ¿quién soy? No importan tanto las respuestas, como la intención unificadora con que se plantea la cuestión. La utilidad de una acción no es el criterio único y último a tener en cuenta. Con demasiada frecuencia calificamos como pérdida de tiempo acciones que pueden tener un gran valor enriquecedor para nuestra persona. La vida del hombre necesita un sentido que la dirija. Los filósofos griegos hablaban de una teleología, de un fin a donde va encaminado nuestro actuar. Pero para que esto suceda es necesario que yo tenga una conciencia viva de mi propia identidad. Es necesario ser antes algo para después conseguir algo. Todo lo que sea reforzar nuestro núcleo personal nos permitirá luego diseñar el propio proyecto biográfico. La vida de un hombre no se diseña sólo con acciones, es necesario, además, que estas acciones estén atravesadas por un sentido que las unifique.


    Edited by Canela_ - 8/7/2006, 13:34
     
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  15. *Canela*
     
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    La amabilidad

    La amabilidad que manifestamos a los demás es consecuencia del amor que les tenemos. Es, efectivamente, el amor la causa del trato afectuoso que dispensamos a nuestros semejantes. Por lo tanto, no es del todo correcto afirmar que la amabilidad es una peculiaridad de unos cuantos; en cambio, sí lo es decir que la amabilidad es un objetivo a alcanzar por todos. Con más frecuencia de la deseada nuestro comportamiento con los demás es insatisfactorio, tal vez el mal humor salpique las vidas ajenas porque no sepamos superar nuestra propia frustración. Pero una reflexión como ésta debería ayudamos a no dar rienda suelta a nuestro estado de ánimo: ¿por qué han de sufrir los demás por mi mal humor?, ¿qué culpa tienen ellos de que yo me encuentre en esta situación? El hombre y la mujer maduros suelen tener un control mayor de sí mismos y, por tanto, de su estado de ánimo. De quien es dueña la persona humana en primer lugar es de sí misma: es aquí donde está su verdadera grandeza. El inmaduro, en cambio, constantemente se está traicionando a sí mismo porque no posee el control de su persona. Amables lo podemos ser siempre, siempre que prevalezca el amor a todo lo demás. Hay personas que parece que no están dispuestas a no excederse en nada en su vida de relación. Da la sensación de que se supervaloran, de que no están dispuestas a hacer la menor concesión a nadie. Con este tipo de personas la convivencia se rompe, porque les falta la amabilidad que le da alegría a la vida, tan necesaria para contrarrestar los sufrimientos que con frecuencia nos invaden. Instalarse en la amabilidad es haberse dado cuenta de lo que es el hombre, porque éste no necesita otra cosa que cariño, todo lo demás le cae por fuera. Por eso se agradece un trato amable en los lugares y circunstancias más diversas. Pero esto no es posible cuando nos dejamos llevar por nuestros estados emocionales o partimos de una consideración equivocada de quiénes son nuestros semejantes. La amabilidad es fruto de la virtud, del esfuerzo por dar a los otros lo mejor de nosotros mismos. Sin una cierta renuncia a sí mismo no es posible llegar a ser amable. Desde luego, sí hay alguien que está incapacitado para la amabilidad es el soberbio (generalmente muy concienciado de cuáles son sus derechos). En una sociedad democrática es todavía más necesario un talante amable, distendido, sin las rigideces de otras estructuras sociales. Los rostros adustos, los semblantes serios, el porte erguido han quedado como la imagen (la triste imagen) de una época pasada que no se caracterizó precisamente por la alegría de vivir.

     
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58 replies since 28/6/2006, 08:28   766 views
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